FRANCESCO PETRARCA, DE SU IGNORANCIA Y LA DE MUCHOS

 


Edición de José Luis Trullo
Traducción de María José Martín Velasco

ISBN: 979-13-87504-10-6
182x128mm. 106 pp. 12€

DISTRIBUYE: DISTRIFORMA


DISPONIBLE A PARTIR DE 15 DE ABRIL DE 2025


En esta invectiva, en formato epistolar, traducida directamente del latín por María José Martín Velasco, Francesco Petrarca manifiesta su distanciamiento del concepto de saber como acumulación de informaciones carentes de relevancia existencial, y defiende el valor del conocimiento para enderezar los propios pasos hacia la fuente auténtica de la luz y la verdad, que para él no es otra que Cristo. En efecto, nos encontramos ante un auténtico manifiesto del humanismo cristiano renacentista (no medieval, como querrían creer los que identifican humanismo con ateísmo) y como un testimonio inflamado y vivaz de un hombre que, al final de su vida, postula su propia ignorancia como la humilde aceptación de las limitaciones de la razón humana, frente a la soberbia de aquellos que se creen sabios por ajustarse a pies juntillas a las lecciones de Aristóteles.

"Los verdaderos filósofos que imparten lecciones morales fundadas en la verdad son aquellos cuya intención primordial y exclusiva consiste en transformar a quienes los escuchan o leen. No se conforman con explicar la definición abstracta de la virtud o el vicio, pronunciando sus nombres –uno oscuro, otro luminoso– como meros sonidos que golpean los oídos, sino que son capaces de injertar en nuestros corazones un deseo ardiente: huir de lo que degrada y abrazar lo que nos eleva. Es preferible cultivar una voluntad buena y piadosa que una inteligencia brillante y capaz, ya que, según los sabios, el objeto de la voluntad es la bondad y el de la inteligencia, la verdad. Y es más valioso querer el bien que conocer la verdad".

"Aun siendo poco lo que podemos saber, filosofamos con altanería, discrepamos febrilmente y nos enorgullecemos por nuestro gran despliegue de conocimientos engañosos. Pero olvidamos algo fundamental, una verdad que han llegado a reconocer incluso los más grandes pensadores: que el conocimiento es siempre limitado y lo que ignoramos es enorme. Los más sabios son los más conscientes de que su sabiduría es apenas un fragmento diminuto del saber universal. Por eso es absolutamente cierto lo que dijo Cicerón, que todo filósofo serio conoce sus propios límites.  Curiosamente, ocurre lo contrario con los menos reflexivos: cuanto menos conscientes son de su carencia de conocimiento, menos les preocupa. De ahí que se observe una correlación clara: las personas más cultas son precisamente aquellas que muestran mayor interés por seguir aprendiendo, mientras que los más ignorantes son quienes menos esfuerzo dedican a adquirir nuevos conocimientos.

"Si admirar a Cicerón es lo que llaman ser ciceroniano, entonces soy ciceroniano. Porque ciertamente lo venero, y me sorprende que haya quienes no lo aprecien. Si con esto que estoy diciendo doy una prueba más de mi ignorancia, confieso que así me siento, aunque tema que esto demuestre mi estupidez. Mas cuando la reflexión y el diálogo versan sobre la religión, es decir, sobre la verdad suprema, la auténtica felicidad y la salvación eterna, ya no me identifico ni con ciceronianos ni con platónicos. Únicamente me defino como cristiano. Estoy convencido de que, si Cicerón hubiera conocido a Cristo y recibido su enseñanza, habría sido cristiano".

"En verdad, el conocimiento que emana de la fe auténtica es el más profundo, cierto y pleno que existe, superando incluso al que nos ofrecen las ciencias. Al abandonarlo, no encontramos un camino, sino un callejón sin salida; no hallamos una meta, sino un precipicio. No construimos sabiduría, sino que nos adentramos en el terreno del error".

"La mente noble comprende lo insignificante del conocimiento humano cuando se compara con la sabiduría divina".